domingo, 5 de febrero de 2012

«Y todo por un condón»


Rubén Quast en País Portátil
Maracaibo, diciembre de 2011


El día estaba pautado, faltaban dos horas para ir a casa de Lucy Fernández. Todos quedábamos mudos ante ella. Estudiamos juntos desde niños y nunca me había atrevido a decirle una palabra.
En la universidad, nos tocó ser pareja para uno de esos  trabajos de los malos profesores que no llevan a ninguna parte. No podía creerlo. Sólo pensaba, «mientras esté leyendo aprovecho para mirarle el escote».
Llegué a la puerta de su casa. Toqué con los puños, no había timbre. Golpeé dos veces más hasta que una voz decía «¡ya voy!» El zumbido de la sangre subiendo, bajando, me llegaba a los oídos. Exactamente en 63 segundos abrió la puerta. Esa mirada, ese pelo, esa piel, su olor. Me invitó a pasar. Un beso de cariño en la mejilla, la mitad de un abrazo, y subimos la escalera: era su habitación, un aviso en la puerta decía «Lucy». Era una extensión de ella, de sus aromas. Era limpia, ordenada, con colores rosa, blanco, rojo.
Marcaba en teléfono y me dijo que tomara asiento, mientras señalaba un sillón enorme, rojo, cómodo. Fantaseé. Cómo sería, con ella, entre tanto rojo y comodidad. Ella agitaba las manos mientras hablaba al teléfono, parecía discutir. Encendió un cigarrillo y era lo más sexy que había visto fuera de mi vida de cinéfilo.
Me dijo que ya volvía. Una sola lágrima le bajaba hasta la mejilla, y ese brillo que viene de la tristeza anunciaba otras. Asentí, y mientras se alejaba solté los cuadernos. Tocaba el sillón y era a Lucy a quien tocaba.
De regreso me dijo que la disculpara por no poder comenzar aún el trabajo, pues se sentía muy mal.
― ¿Te puedo ayudar?― me ofrecí.
― No, supongo que no, estoy muy triste, ya me pasará.
― Insisto, quiero hacer algo por ti.
― ¿Tienes condones?― dijo.
Sentí que el corazón se salía. Todo mi cuerpo hervía y lamenté aquella caja de condones, de hace meses, y que de tres usé uno para aprender a ponerlo, y fue en una paja.
―No tengo, pero en 10 minutos estoy aquí.
― Apresúrate, me quiero morir―, dijo.
Dejé caer los libros, bajé, corrí en busca del carro, garabateé la llave en la cerradura, pero con tanta fuerza que quedé con la mitad de la llave en la mano y la otra mitad en el cerrojo. No le di importancia y comencé a caminar, sin rumbo, pero sabiendo lo que quería encontrar. La calle oscura, no conocía el sector, miraba de lado a lado y no veía nada parecido a una farmacia, panadería o donantes de condones.
Traté de esperar un taxi, pero nada. Encontré un puesto de ventas de hamburguesas y le pregunté al encargado si sabía de algún lugar y —mientras con el mismo cuchillo que se rascaba el cuello, picaba el repollo, con bastante destreza, eso sí—, me dijo que por ese rincón de la ciudad las cosas son más peligrosas y por eso todo lo cierran temprano. Pensaba en el peligro de caminar en esa oscurana, pero al recordar a Lucy Fernández transpiraba, sudaba todo el miedo y sentía que mi sangre corría, toda, hacia mi sexo. Un carro casi me atropella. Era el mío, lo identifiqué en segundos, por el sonido de la correa y la vieja calcomanía de Metallica pegada en el vidrio de atrás. Me pregunto por la destreza del malhechor al momento de robar. Personas así pueden hacer, en condiciones extremas, lo que no pude hacer con la llave y con el tiempo. Lamenté no haber asegurado el carro, pero antes de llorar quería conseguir lo único que me importaba.
Detuve un taxi que pasaba, le pedí que me llevara a alguna farmacia o supermercado que estuviese abierto. Pasamos por varios establecimientos comerciales y ninguno estaba abierto. Miré el reloj que tenía el taxi y me di cuenta de que había salido de la casa de Lucy Fernández hacía más de 2 horas, aunque le había dicho que sólo serían 10 minutos.
Cansado, sucio, desanimado, le dije al taxista que me llevara a casa de Lucy. Ya estaba resignado. El taxista sabía que algo no andaba bien conmigo, y por esos afanes de su segunda profesión —la de sacar conversación—, le expliqué, paso a paso, lo que había sucedido.
― Y todo por un condón―, le dije llegando a casa de Lucy.
―¿Por un condón?, haberme dicho antes, toma, y te doy dos por si algo te sale bien.
―Qué buen servicio el suyo, señor, tenga, quédese con el cambio.
Corrí a la puerta como fiera por su presa. Toqué con afán, con fuerza, luego con saña, con desespero. No salía nadie. Me senté un rato, a descansar; las piernas las tenía adoloridas. De repente una luz intensa, acompañada de calor, golpeaba mi cara, y ya mi noche era día.

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